
JULIANO EL APÓSTATA: TRAIDOR AL CRISTO, DEFENSOR DEL SOL
En el crepúsculo del Imperio Romano, cuando la cruz comenzaba a eclipsar al sol invicto, surgió un emperador que desafió al destino mismo de la historia. Juliano II, conocido por los cristianos como el Apóstata, fue el último soberano pagano del mundo romano, un hombre atrapado entre dos mundos: el de los templos en ruinas y el de las catedrales triunfantes. Nacido en la púrpura constantiniana, huérfano de una masacre familiar, educado en la fe que luego aborreció, Juliano encarnó la tragedia de un imperio dividido entre la razón helénica y la fe galilea. Este relato no es una apología ni una condena, sino la crónica de un hombre que, en diecinueve meses de reinado absoluto, intentó revertir tres décadas de cristianización forzada. Desde las nieves del Rin hasta las arenas de Mesopotamia, desde los altares de Apolo hasta las entrañas de toros sacrificados, Juliano luchó por resucitar un mundo que ya agonizaba. Su fracaso marcó el fin de una era, pero su voz —afilada, irónica, profética— sigue resonando en el silencio de los templos derruidos.
EMPERADORES
La noche del 6 de noviembre del año 355 de nuestra era, en la villa imperial de Mediolanum, un joven de veinticuatro años, de mirada afilada y barba incipiente, recibía de manos de su primo el emperador Constancio II la púrpura de César. Juliano, hijo de Julio Constancio y Basilina, sobrino de Constantino el Grande, era el último varón legítimo de la dinastía constantiniana. Nadie, ni siquiera él mismo, imaginaba que once años después, en una tienda de campaña a orillas del Tigris, moriría con una lanza persa clavada en el costado, pronunciando las palabras que la tradición cristiana convertiría en epitafio de su derrota: Vicisti, Galilaee.
Pero antes de esa frase, antes de la apostasía, antes de la guerra contra Persia, hubo una infancia marcada por la sangre.
El niño que vio morir a su padre
El 22 de mayo del año 337, Constantino el Grande expiraba en Nicomedia tras una enfermedad que los médicos de la corte no supieron diagnosticar con precisión. Algunos hablaban de envenenamiento, otros de fiebres palúdicas contraídas en las campañas del Danubio. Lo cierto es que el emperador, bautizado en su lecho de muerte por el obispo arriano Eusebio de Nicomedia, dejó un imperio dividido entre sus tres hijos: Constantino II, Constante y Constancio II.
Apenas tres meses después, en septiembre del mismo año, Constantinopla amaneció con el hedor de la sangre. La matanza que los historiadores llaman la purga constantiniana comenzó al atardecer. Juliano, con seis años, fue arrancado de su cama en el Palacio Sagrado. Su padre, Julio Constancio, medio hermano del emperador difunto, fue arrastrado al jardín por soldados de la guardia pretoriana. El niño, oculto tras una columna de pórfido, vio cómo las espadas, aún manchadas de la sangre de su tío Dalmacio —ejecutado horas antes en el hipódromo—, degollaban a su padre con un solo tajo. La cabeza rodó por el mármol hasta detenerse a los pies de una estatua de Helena, la madre de Constantino.
Su madre Basilina había muerto al darlo a luz en el año 331. Quedó huérfano en un mundo donde la púrpura era sinónimo de sentencia de muerte. Los tres hijos supervivientes de Constantino se repartieron el imperio como buitres un cadáver: Constantino II tomó Occidente, Constante Italia y África, Constancio II Oriente. Juliano y su hermano mayor Galo, de doce años, fueron confinados en la fortaleza de Macellum, en Capadocia.
Macellum era un palacio-prisión rodeado de murallas y cipreses. Los eunucos arrianos designados por Constancio II como tutores sometieron a los príncipes a una catequesis implacable. Todas las mañanas, al amanecer, Juliano debía recitar el Credo de Nicea en su versión arriana. Todas las noches, antes de dormir, repetir salmos que le provocaban náuseas. El niño aprendió a odiar el cristianismo que justificaba la masacre de su familia. En su cuarto, bajo el colchón, escondía fragmentos de papiro con versos de Homero que un esclavo tracio le pasaba a escondidas.
El estudiante que devoraba a Platón en secreto
En el año 344, el obispo Eusebio de Nicomedia, tutor oficial de los príncipes, descubrió en el cuarto de Juliano un ejemplar anotado de El Banquete de Platón. El castigo fue severo: flagelación pública en el patio de la fortaleza y tres días sin comida. Pero el daño estaba hecho. El joven había probado la miel prohibida de la filosofía helénica.
A los diecisiete años, en el 348, Juliano fue trasladado a Constantinopla bajo vigilancia estricta. Allí estudió con el rétor Libanio, el filósofo más célebre del momento, y con el neoplatónico Prisco. Aprendió griego homérico hasta poder recitar la Ilíada completa de memoria. Debatía sobre la naturaleza del Uno en Plotino hasta altas horas de la noche. Pero siempre con la sombra de la sospecha. Constancio II había ejecutado a Galo en el 354 acusado de conspiración. Juliano sabía que cualquier paso en falso significaba la muerte.
En el año 351, durante un viaje a Éfeso, conoció a Máximo de Éfeso. El teúrgo, de larga barba blanca y ojos que parecían carbones encendidos, lo inició en los misterios eleusinos en un templo subterráneo dedicado a Hécate. Juliano vio visiones: Apolo con su lira dorada, Atenea con su égida resplandeciente, el Sol Invicto descendiendo en rayos de fuego que quemaban su piel. Aquella noche, en la oscuridad perfumada de incienso, juró restaurar los antiguos cultos. Pero guardó silencio. Era el silencio del lobo que aguarda.
En Nicomedia, en el 353, asistió disfrazado a las lecciones del rétor Libanio. Allí conoció a Gregorio Nacianceno y Basilio de Cesarea, futuros padres de la Iglesia. Los tres debatían sobre la Trinidad. Juliano, con ironía apenas disimulada, defendía la multiplicidad de los dioses. Gregorio lo recordaría años después como “el lobo con piel de cordero”.
El César que engañó a todos
En el año 355, Constancio II, acorralado por las invasiones bárbaras en el Rin y el Danubio, necesitaba un lugarteniente en Occidente. Juliano fue sacado de su retiro en Atenas —donde estudiaba con Prisco— y nombrado César el 6 de noviembre. Se afeitó la barba filosófica, se cortó el pelo, se vistió de soldado. En Mediolanum, la corte se burló: “El filósofo con armadura”. La emperatriz Eusebia, esposa de Constancio, lo miró con desprecio: “Un ratón de biblioteca con pretensiones”.
Pero en la Galia, Juliano demostró que la filosofía también puede matar. En diciembre del 356, en Sens, con apenas 300 hombres, rechazó a 30.000 alamanes que asediaban la ciudad. Los soldados, que esperaban un intelectual débil, encontraron un estratega implacable. Juliano comía con ellos, dormía en el suelo, compartía el rancho agrio. En agosto del 357, en Argentoratum (Estrasburgo), aniquiló al rey Chnodomario y su ejército de 35.000 guerreros. La batalla duró desde el amanecer hasta el ocaso. Juliano, cubierto de sangre y barro, clavó su estandarte en el cadáver del rey germano.
En París (Lutetia), en el invierno del 359, escribió Misopogon (El enemigo de la barba), una sátira feroz contra los cristianos antioquenos que se burlaban de su barba filosófica —que había vuelto a dejarse crecer—. Pero en privado, en su tienda de campaña, realizaba sacrificios a Zeus. Los soldados lo veían: el César degollaba toros blancos al amanecer, consultaba las entrañas, hablaba en griego con los dioses. Algunos lo tomaban por loco. Otros, por divino.
En el 358 pacificó la frontera del Rin. Reconstruyó fortalezas, repobló ciudades, redujo impuestos. Los galos, que odiaban a los funcionarios constantinianos, lo aclamaron como Restitutor Galliarum. En París, en el palacio de las Termas, Juliano soñaba con una Galia helenizada: teatros, gimnasios, templos a Apolo.
La apostasía proclamada
El 11 de diciembre del 360, en París, las legiones galas proclamaron a Juliano Augustus. Los soldados, hartos de los impuestos constantinianos, lo alzaron en un escudo al estilo germánico. Juliano aceptó. Constancio II, en Oriente, preparó la guerra civil. Pero la muerte lo sorprendió en Tarso el 3 de noviembre del 361. Juliano entró en Constantinopla como emperador único el 11 de diciembre.
El 12 de diciembre, en el Senado, proclamó la libertad de cultos. Pero no era neutralidad. Era guerra. Ordenó reabrir los templos paganos cerrados por Constantino en el 324. Restituyó las estatuas robadas —la Atenea de Lindos, el Zeus de Olimpia—. Prohibió a los cristianos enseñar retórica y gramática con el edicto del 17 de junio del 362: “Que no usen nuestras palabras para destruir nuestras creencias”. En Antioquía, en el verano del 362, escribió Contra los galileos, un tratado demoledor donde desmontaba el Antiguo Testamento verso por verso: “¿Cómo puede ser Dios celoso si es perfecto?”.
Los cristianos lo llamaron Apóstata. Él se llamó a sí mismo Helios Mithras Basileus. En su moneda, el toro sacrificial reemplazó a la cruz. En su palacio, los eunucos cristianos fueron sustituidos por filósofos barbudos. En el Hipódromo, durante las carreras, los aurigas paganos gritaban: “¡Helios hypatos!”.
El emperador que quiso resucitar a los dioses
En el año 362, Juliano emprendió la reforma religiosa más ambiciosa desde Constantino. Creó una jerarquía pagana paralela a la cristiana: pontífices provinciales, sacerdotes urbanos, vírgenes vestales. Ordenó caridad pagana: hospicios para pobres, orfanatos, distribución de grano. “Que los cristianos no tengan el monopolio de la virtud”, escribió en su carta a Arsacio, sumo sacerdote de Galacia.
En Antioquía, la población cristiana lo abucheó en el teatro. Juliano respondió con sátira: Misopogon, donde se burlaba de su propia barba y de los antioquenos “amantes del teatro y del circo”. Pero también con terror. Cuando los cristianos incendiaron el templo de Apolo en Dafne —el santuario más sagrado de Siria—, Juliano cerró la catedral de Antioquía y ejecutó a los responsables. Sus cuerpos fueron arrojados al Orontes.
En Alejandría, el obispo Jorge de Capadocia fue linchado por una turba pagana instigada por el prefecto. Juliano no castigó a los asesinos. En Gaza, en Cesarea, en Emesa, los templos cristianos fueron saqueados. Pero Juliano también protegió a los judíos: permitió la reconstrucción del Templo de Jerusalén —proyecto que fracasó por un terremoto en mayo del 363—.


La campaña que terminó en traición
En marzo del 363, Juliano partió hacia Persia con 65.000 hombres. Su plan: derrocar a Sapor II, restaurar el culto de Mitra en Babilonia, convertir el imperio en una teocracia solar. El ejército avanzó como una marea. Ctesifonte cayó el 29 de mayo tras un asedio brutal. Los romanos saquearon la ciudad: oro, esclavos, estatuas de Ahura Mazda.
Pero Sapor aplicó la táctica de tierra quemada. Los persas incendiaron cosechas, envenenaron pozos, huyeron hacia el interior. Los romanos se adentraron en Mesopotamia sin provisiones. El calor era infernal: 50 grados a la sombra. Los soldados murmuraban. Juliano, obsesionado con Alejandro Magno, rechazaba retroceder.
El 26 de junio del 363, cerca de Maranga, Juliano, sin coraza (“El Sol me protege”), cargó contra los catafractos persas. Una lanza, lanzada por un soldado romano cristiano según la tradición de Libanio, le atravesó el hígado. Cayó del caballo. Sus últimos palabras, según Amiano Marcelino: “Todo está consumado según mi deseo”. Según los cristianos: “Vicisti, Galilaee”.
Su cuerpo fue embalsamado con miel y especias. El ejército, perdido en el desierto, eligió a Joviano, un cristiano mediocre, como emperador. Joviano firmó una paz humillante: cedió Nisibis, Singara y cinco provincias trans-tigritanas. El sueño pagano murió en el desierto.
VII. El legado que no murió
Juliano gobernó solo diecinueve meses como Augusto. Pero su sombra fue larga. Los templos que reabrió fueron cerrados por Teodosio en el 380 con el Edicto de Tesalónica. Pero su Contra los galileos circuló en copias clandestinas durante siglos. Los neoplatónicos de Alejandría lo veneraron como mártir. En el Renacimiento, Maquiavelo lo citó como modelo de príncipe en El Príncipe. Voltaire lo llamó “el último gran romano”.
En el siglo XIX, los románticos lo redescubrieron. Ibsen escribió Emperador y Galileo (1873), donde Juliano es un héroe trágico. En el siglo XX, Gore Vidal lo convirtió en protagonista de su novela Juliano (1964). Hoy, en el museo de Ankara, se conserva su estatua: barba filosófica, mirada perdida, mano levantada en gesto de bendición solar.
Su fracaso fue el último estertor del mundo antiguo. Pero también el primer grito de la modernidad: un emperador que eligió la razón contra la fe, la pluralidad contra el dogma, la belleza contra el miedo.
LIBROS RECOMENDADOS EN ESPAÑOL
Biografías clásicas
Juliano el Apóstata – Gore Vidal (Edhasa, 2007) → Novela histórica magistral, narrada en primera persona.
El emperador Juliano – Amiano Marcelino (Gredos, 2003) → Fuente primaria, libros XV-XXV.
Estudios académicos
Juliano – José María Blázquez (Alianza, 1999) → Análisis arqueológico y político.
El último pagano – Adrian Murdoch (Crítica, 2007) → Reconstrucción de la campaña persa.
Obras del propio Juliano
Contra los galileos – Juliano (Gredos, 1982) → Edición bilingüe, introducción de Luis Alberto de Cuenca.
Cartas y fragmentos – Juliano (Tecnos, 1992) → Incluye Misopogon y epístolas a Libanio.
Contexto religioso
La apostasía de Juliano – Polymnia Athanassiadi (Cátedra, 2001) → Estudio del neoplatonismo tardío.
Cristianos y paganos en el siglo IV – Ramón Teja (Rialp, 2018) → Análisis comparativo.
Novela histórica reciente
El sol invicto – Santiago Castellanos (Ediciones B, 2021) → Reconstrucción de la batalla de Argentoratum.






